El secreto del migrante de Gonzalo Eduardo Baquero Paret
Nací en el año del terremoto de Ambato, “adelantado”, me reprochaba mi madre e insistía: “en las fiestas de fin de año, 27 de diciembre para complicar a posta a la familia”.
Factor que repercutió en mi vida, decía que por la fecha, había nacido casi inocente —léase nunca—, y que mi personalidad pertenecía astrológicamente y por narices, a los hijos de Mercurio y no a los de la Luna, es decir, un testarudo y luchador.
Mi educación primaria cursó sin muchos avatares: aprendí a leer a los seis años y desde ese tiempo a la fecha leo a diario por placer, por vicio, por aprender.
Este hábito me llevó muy temprano a saltar de Verne a Chardin para luego caer en el vórtice de ciencia, filosofía, historia, sociología y política; esto mientras viajaba por el mundo. Lo que llegaba lo devoraba, e indigesto, me llené de dudas de todo tipo, me curé de a poco medicándome con lana del mismo perro; es decir, más lecturas y años encima de experiencias buenas y malas, de reflexión. Mientras esto sucedía me convertí en médico, un nuevo pretexto para seguir leyendo.
Entre tantos libros y tanta ciencia, siempre dejé lo mejor del tiempo para el disfrute de los postres: la novela y la pintura; dejar libre a la imaginación. Crear se convirtió en mi nueva meta y me dije a mí mismo: “Debo aprender a escribir y a pintar”, y en eso estoy y para poder lograrlo sigo leyendo.
Mi familia soporta con amor mi presencia ausente, porque llevan en los genes el don del aprender y el vicio de la lectura.
Ataviado con una raída sotana y la incertidumbre de su destino cubriéndole el alma, Pedro San Juan y Fernández, el ‘cura niño’, partió del puerto de Barcelona con la exclusiva misión de difundir la santa palabra de Dios y la Madre Iglesia en tierras de ultramar: debía catequizar a los ‘salvajes ecuatorianos’ en algún rincón de ese exuberante paraje en la mitad del mundo, allá donde un día sus valores, su fe y sus recuerdos se volvieron un solo amasijo de tormentos que lo sumieron en la nostalgia y en una peregrinación en vida.
Buscado, rastreado hasta el confín del mundo por el capitán Hipólito Vargas, quien tenía entre ceja y ceja cobrarse la deuda que el cura ranclado tenía para con la Iglesia y con el propio honor del mismo capitán por su carrera policial destruida, el ‘cura hombre’ no sólo huye de su destino sino de su propia conciencia y del condumio agridulce que provocan los sinsabores del amor.
Mas “en el trastero de su alma yacían los recuerdos de un cura casi niño que perdió a Dios entre la lujuria y los libros”, recuerdos que llevaría tatuados como cilicios pegados al alma, como la cruz de madera sin Cristo y el retumbar de las marimbas y los tambores que se fundían con la brisa del mar en los intersticios de su cerebro. Y como nada es casual y todo vuelve a su destino, el círculo debía cerrarse, Pedro San Juan y Fernández, o Pedro Fernández García, volvería a su sino en La Bocana de las Iguanas, tras haber pagado su condena de infierno en la misma Tierra. Ya todo estaba escrito.
Katya Artieda
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