ENTREVISTA: Katya Romoleroux, Premio Nacional Eugenio Espejo 2020, habla sobre lo difícil de ser mujer y hacer ciencia, pero también de su recompensa.
Al principio, el tono pausado denota modestia al referirse al Premio Nacional Eugenio Espejo en Ciencias que recibió esta semana. Pero cuando el tema gira hacia sus investigaciones, transmite todo su entusiasmo y pasión por las plantas. Bióloga por la Pontificia Universidad Católica de Quito (PUCE), donde es profesora, investigadora y directora del Laboratorio de Botánica Sistemática. Es Doctora (PhD) por la Universidad de Aarhus, Dinamarca. Ha publicado dos libros y más de 40 artículos científicos.
En más de 40 años del Premio, usted es la segunda mujer que lo recibe en Ciencias. ¿Es esto un reflejo real de la presencia y aporte de la mujer en el quehacer científico del país?
– Creo que hay muchas mujeres científicas. Todos sabemos que la diferencia de oportunidades persiste en nuestra sociedad, nos cuesta a las mujeres mucho más ser científicas. En términos generales, ser científica y ser mujer es mucho más duro que para un hombre. Por ejemplo, para salir al campo, si tenemos familia, es más difícil. No imposible, eso sí me gustaría que quede claro: si uno realmente quiere, se va con el hijo al campo o a donde sea. No es imposible, pero es más difícil.
– ¿Entonces?
– Sí creo que en Ecuador hay más mujeres científicas que deberían ser reconocidas por su trabajo. Tenemos ahora una organización que se llama Red de Mujeres Científicas, con mujeres muy valiosas que hacen mucho trabajo científico. Claro, es impresionante que haya una diferencia abismal. Que en más de 40 años de este premio haya solo dos mujeres en ciencia sí es algo que habría que repensarlo. Sin embargo, felicito al comité actual que presentó las ternas para el Premio por la equidad de género de este año.
– ¿Cómo toma el premio?
– Bueno, llegar a ser finalista fue un honor, compartir la terna con personalidades tan reconocidas y sobre todo por el reconocimiento que tuve de mis alumnos, de mis compañeros de la PUCE, de mi familia. Fue como una inspiración para continuar mi trabajo, tanto de investigación como de formación a la juventud en el campo de la Biología y de la Botánica del Ecuador.
– ¿Es también un reconocimiento personal de que no se equivocó al elegir esta carrera?
– Sí. Cuando entré a Biología, hace 40 años, tuve apoyo, pero sí había personas en la familia que me decían “qué vas a hacer con Biología, para qué te va a servir”. Pensaban que tal vez para dar clases en colegio. Pero yo no les decía que lo que elegí era Biología pura, para ser investigadora. Siempre tuve fe de que esa era mi vocación. Y sí, claro, este premio es una recompensa y una inspiración. Quisiera hacer un llamado para que los jóvenes sigan su pasión, su sueño, porque sí habrá una recompensa. Porque, independientemente del premio, que ha sido para mí una maravilla, hay otra recompensa que es hacer lo que a una le gusta. Cuando uno hace lo que a uno le gusta, ya se siente que la vida le ha premiado.
– ¿Cuando decidió que se dedicaría a hacer ciencia? ¿En el colegio? ¿En la universidad?
– Desde el colegio me gustaba Biología, era una de mis materias preferidas. Después, por un tiempo estuve así, pensativa. Trabajé un año luego de salir del colegio porque debía pagarme mis estudios. La universidad me ayudó con una beca y pude seguir estudiando. Ya allí me gustó, me encontré a mí misma investigando, saliendo al campo, recolectando plantas… El trabajo de una botánica, eso se fue dando mientras estudié Biología.
Cuando uno hace lo que a uno le gusta, ya se siente que la vida le ha premiado.
Katya Romoleroux
– ¿Fue entonces cuando se decantó por la Botánica?
– Me gustaba la Botánica desde el principio. Bueno, me gustaba todo en Biología, pero la Botánica era lo que más me gustaba. Y seguí optativas que me afianzaron más que eso era lo que quería hacer. Hice mi licenciatura en Botánica y allí empecé a estudiar lo que estudio hasta ahora, la familia de las rosáceas.
– Entendemos que algunas corresponden a plantas que dan frutos muy conocidos en la zona andina como manzanas, duraznos, peras o las moras, de las que usted escribió un libro.
– Sí. Cuando empecé mi licenciatura, había una lista de plantas para un proyecto de taxonomía que debíamos hacer. Uno de mis mentores me dice “esta familia es interesante: es la familia de las moras, de los duraznos, de los manzanos, de los capulíes, cerezas, peras. Es una familia económicamente importante por sus frutos, por sus flores. Y es la familia de las rosas también”. Entonces, esa fue una de las cosas que me llamó la atención. Aunque los capulíes y moras son nativos, las otras son plantas introducidas pero que crecen muy bien en Ecuador. Ese es el estudio base que yo hago: reconocer las especies, identificarlas, describirlas y publicarlas.
– En su artículo El Libro Rojo de las Rosáceas, advierte de que hay algunas en peligro.
– Algunas especies están en peligro crítico. En especial, las del género polyletis (tipos de arbustos andinos), que crecen en partes muy altas. Las hay hasta en 4.600 metros de altura en Ecuador. Se caracterizan por formar bosques en las partes bien altas, donde otros ya no lo hacen. Son importantes por su posición, distribución. Además, porque albergan mucha flora y fauna endémica y son como secuestradores de carbomo. También ayudan a evitar la erosión.
– ¿Por qué están en riesgo?
– Muchas veces han sido talados y quemados para utilizar esa tierra para ganado o sembrar pastos. Hay unas especies que están en peligro crítico. En una parte del Ecuador, en el Chimborazo, solo quedan dos bosques. Hay uno que está muy expuesto, ese bosque yo quisiera rescatarlo. He tratado de ir cada año o dos años, desde hace 35 años en que lo conocí, para ver cómo está. Algunos estudiantes míos han hecho estudios allí. Son ecosistemas bien amenazados por la tala y la quema.
– Es un tema relacionado con los páramos, de los que usted también ha estudiado y advertido sobre su situación. ¿Qué tan grave es?
-Depende de qué zona. Hay muchas clasificaciones, pero podemos hablar de tres principales por su localización, subpáramo, páramo y superpáramo. (Entre 3.800 y 4.000 metros; 4.000 y 4.200; y 4.200 y 4.400 metros, en su orden). Sí tenemos un problema, especialmente en el subpáramo. No digo que no se deban hacer cultivos o criar ganado, pero no se deben quemar indiscriminadamente. Sirven como reservorios naturales de agua. Algunas de esas plantas sirven como almohadillas, que son retenedoras de agua y al mismo tiempo son conductoras.
– ¿Qué se puede hacer?
– Se debe dejar una parte, por lo menos, que pueda mantenerse, porque estos páramos húmedos, en su mayoría, sirven como reservorios de agua para las ciudades andinas. Alrededor del 83 % del agua que viene a Quito, procede de los páramos. Es un ecosistema frágil y que hay que cuidar. Sin considerar las plantas endémicas que habitan allí.
– ¿Es un cuidado que aún se puede dar de forma voluntaria, por parte de la comunidad; o que ya requiere de la intervención de los entes de control?
– Creo que la conservación de los recursos naturales depende de todos. No es solo tarea del Estado, sino que todos debemos cuidar. El manejo es una responsabilidad de todos. Es cierto que debemos mantener una relación constante con el MAE (Ministerio de Ambiente) que podría intervenir de manera más directa. Y a quienes viven allí, a pesar de que ellos conocen mucho y nos pueden dar clases, hay que explicarles lo que está pasando con el calentamiento global. Darles otras opciones, que busquemos otras opciones y todos podamos aportar al cuidado de estos sistemas.
La conservación de recursos naturales depende de todos. No es solo tarea del Estado.
Katya Romoleroux